viernes, 16 de enero de 2009

LECTURA DE UN RÍO: ALREDEDOR DE LA MÚSICA DE ROGER SANTIVAÑEZ


La primera vez que vi a Roger Santiváñez, yo estaba parado a la puerta de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas (ANEA). Cruzó velozmente la pista enfundado en un abrigo negro y misterioso, con unos anteojos redondos en la mirada. Esto me hizo entrever en él épocas remotas, anteriores –incluso- a su nacimiento y a su aparición como poeta en Lima, la ciudad sin cielo y sin corazón.

Eran los finales de los setenta. Yo llegaba al centro de Lima vestido de plomizo colegial y participaba, primero con timidez y luego con euforia desmedida, de los talleres de poesía que dictaba nuestra amiga la poeta Carmen Luz Bejarano. Aún no había ingresado a San Marcos, pero estaba decidido a llenar cuartillas toda mi vida, sin medida posible, pase lo que pase.

¿Por qué he mencionado juntos a Roger y a Carmen Luz, quizás en forma inconsciente? Porque fue por ellos, por la imagen que me transmitieron que pude vislumbrar que lo sagrado habitaba los territorios de la poesía, más allá de las proclamas coyunturales y de las apariencias políticamente correctas.

Carmen Luz y Roger nunca me defraudaron. Carmen Luz ya no está con nosotros, pero pertenece junto a Santiváñez a esa estirpe de poetas esenciales, como los concebía Hölderlin: “Pero ellos son, me dices, como los sagrados sacerdotes del dios del vino / que de tierra en tierra peregrinaban en la noche sagrada”. Vayan donde vayan, se les mire por donde se les mire siempre permanecerán cerca de la poesía, pues la representan. Esto es subjetivo y por lo tanto no admite juicios de valor, sino miradas plenamente poéticas.

Con Carmen Luz tengo una deuda pendiente, que durará toda mi vida. Con Santibáñez, siento a la distancia la hermandad de un compañero, de un militante de la poesía.

Por eso, directa o indirectamente, lúcido o ebrio, deprimido o eufórico he seguido la poesía de Roger desde sus comienzos, con “Antes de la muerte” (1979), libro que recoge ese poema emblemático dedicado a Martín Adán, que tuve el placer de escuchar una noche en un recital de Lima, cuando Hora Zero inauguraba en público su segunda etapa como grupo.

Pero vuelvo a “Antes de la muerte” y a los mitos de Adán y Heraud. Por el mito de Heraud todos (o casi todos) los poetas querían o creían que iban a morir jóvenes; y por el mito de Adán a su vez todos querían ser marginales. Morir jóvenes y ser marginales. Mezcla de pureza y deterioro, de lavanda y de olor a cantina, a aserrín. ¿Se puede permanecer joven sin estar presente y seguir hacia la vejez sin poder partir de este mundo?

Sin embargo, al margen de todo eso, la poesía respiraba impecable como el poema de Roger y su historia que comenzó en la Sagrada Familia de San Marcos (1977), continuó en Kloaka en el Centro de Lima (1982), prosiguió en Quilca y sigue hoy su travesía en EE.UU. con la inquebrantable complicidad de un río.

Palabra de río

Me refiero al río Cooper en las praderas de New Jersey, donde le fue revelado “Labranda”, el más reciente libro publicado en el 2008 por el hijo de Dolores Morales de Santiváñez, increíble título robado de forma limpísima a su linaje familiar, heredero de belleza. “Labranda” es el resultado de treinta años de búsqueda permanente de un lenguaje poético distinto, propio, que ahora fluye musicalmente hasta nosotros.

Hay un ensayo del nobel irlandés, Seamus Heaney, “La construcción de una música”, en el que reflexiona sobre la poesía y la música en los poetas Wordsworth y Yeats. Quiero detenerme en el primero.

Resulta que Wordsworth solía escribir un poema mientras caminaba, porque conforme lo iba haciendo una música singular le nacía del fondo del alma. La naturaleza lo abordaba por completo y asomaba el canto, es decir, su propia voz. “Cuanto mayor es la atención con que Wordsworth escucha hacia adentro, más alegre y abundante es su capacidad de expresarse hacia fuera”, señala Heaney.

Aplicando esto al caso de Santiváñez encontramos que la línea que atraviesa como una revelación musical su nueva poesía, es la del río, más precisamente la del río Cooper. Y así, entre señales que se eligen discurren sus versos, uno a uno, cincelados por un artesano que ha recorrido el mundo del poema durante treinta años ininterrumpidos y conoce el laberinto de las palabras, así como su agitación y su sosiego.

Santiváñez ha transitado noches enteras el cielo y el infierno, y ha salido de su propio purgatorio humano convertido en una voz, en un espíritu que se expresa, incluso, más allá de sí mismo; aunque siempre con el dominio formal de quien lleva largos trechos de vida en el vasto misterio de la poesía.

Fluye el río, Santiváñez fluye con él, conversa con él, se vuelve él, se habla. ¿Qué le dice?¿Es importante acaso?

Recuerdo una entrevista que le hizo Marco Martos a Jorge Luis Borges para esa entrañable revista “Trobar Clus”, editada por Mito Tumi, Marcela Garay y Jaime Urco. Borges recitó de memoria un poema de Jaymes Freyre y dijo: “eso no quiere decir nada y sin embargo…”…¡que bien suena todavía!, completó la idea Marco Martos.

Borges sostenía que hay versos que conmueven misteriosamente y que “desdeñar la música es renunciar a un elemento esencial del verso”. Ya el propio San Juan de la Cruz había escrito en “Cántico Espiritual” “la soledad sonora / la música callada”, verso que fue tomado por el compositor español Federico Mompou para crear toda una tendencia musical. Mompou decía al respecto: “Esta música es callada porque su audición es interna. Contención y reserva. Su emoción es secreta y solamente toma forma en sus resonancias bajo la gran bóveda fría de nuestra sociedad”.

En “Labranda” siento el fluir del río y eso es lo esencial, siento el fluir de la música y eso es su universo. Más allá de “El Río” de Heraud, lejos de la desasida mano de Martín Adán. Esta es la voz de Roger, conseguida a punta de trabajo, pero también de dictado, de escucha, de auscultación suprema de la realidad. Al inicio encontramos de saque: “Espuma en el cielo que miras / Tendida sobre la arena besada /Expropia la delectación de los astros”. Sin duda, ritmo, música, río. O “Sonrisa en su arrullo más volada / Fue cornisa donde el ángel susurró /sonámbula estrella mar secante”.

Así es, y no obstante: hay cosas que son prístinas, nítidas, puras, como: “Permanece & se ilumina tu morada bajo este sol tan puro”. Esto era inconcebible en Santiváñez y ahora está aquí sonando clamoroso, "solo en el sutil espíritu del poema” y en “las memorias chiquitas de las playas”. Para acabar diciendo con sabia naturalidad: “Del jardín su lindo azul sonido”, cosa para la cual hay que tener cojones, seguridad en el trazo a fin de no caer en la superficie sin fondo, en el vacío de la verborrea sin destino. Es tener conciencia del peligro y asumirlo. La delgada línea de la retórica nunca tocada por el talento del poeta. Ese sentirse, como decía Odisseas Elytis “con una sensación de clandestinidad dentro del paraíso”.

Asumir esta decisión, es estar más allá de los parámetros impuestos por la emoción como criterio único frente a toda creación artìstica, tal como lo denunciaba también Elitys. “Desgraciadamente –decía- la humanidad produce mucho sentimiento y poco espíritu”, y agregaba que este espíritu para ser recibido requiere de un salto por encima de la emoción.

Frente a la poesía de Santiváñez sí importa lo que se percibe, pero sólo es posible captar lo incomunicable que ya por esencia es la poesía, a través de una especie de exaltación, de vibración, de un sobrecogimiento libre de restricciones emocionales. Para ello, es cardinal estar “con el espíritu en la punta de los dedos”, como también apuntaba el célebre maestro griego. “Cuando contemplo las aguas solares del río / Cardenales amanecen amansan la caída del día / Ya no nombra las sombras el eco de un ekeko”, dice Santivánez.

Lo demás lo dejo al viento que este poeta sudaca y sincero, ha inaugurado: “Es el viento inmigrante clandestino”, nos ha dicho. Si no nos responde el viento al escucharlo, entonces sigamos escuchando la música del río: atravesemos esos raros laberintos de “Labranda”, labrando para sembrar las metáforas y la música de los días memorables que vendrán a nosotros. ¿Verdad, Roger?


(De “Contra Señas")






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