En 1879, Fiedrich Nietzsche comienza a despedirse del mundo. La enfermedad lo aqueja hasta el punto de no permitirle ver claramente una hoja de papel, tiene que escribir lo más cerca posible, rozando casi con sus ojos las palabras manuscritas. El cuerpo parece abandonarlo, el tiempo amenaza detenerse para él. “Estoy llegando a los treinta y cinco años ‘la mitad de la vida’. A esa edad perfiló Dante sus visiones, según recuerda el primer verso de su poema. Yo me encuentro ahora a la mitad de la vida, pero tan ‘rodeado por la muerte’ que ésta puede poner su mano sobre mí en cualquier momento”, le escribe a un amigo.
En esta situación, el filósofo sólo tiene dos opciones: someterse a los dominios de la sífilis o sobreponerse a la enfermedad. Pero al mismo tiempo la enfermedad parece remontar toda posibilidad de decisión, el hombre parece no tener fuerzas para enfrentar la incertidumbre de morir pronto. Sin embargo, una especie de sol nacido del centro mismo de sus dolencias comienza a irradiar y la creación se instala con grandes fuerzas, justo en el momento en que Nietzsche está dejando de tenerlas. Entonces, la supuesta despedida del mundo comienza a materializarse en un viaje imaginario a través de las palabras. Nietzsche decide caminar, incluso, más allá de su cuerpo. Decide amar su dolor.
De esta forma nacería lo que el autor nombra exactamente como lo que en verdad era, “El caminante y su sombra”; sombra que es luz que irradia de su centro, centro que es la sombra que ilumina su andar y cobija su cuerpo. Y que le permitió vivir muchos años más, permitiéndole escribir su obra cumbre, “Así hablaba Zaratustra”.
“Lea usted, mi querido amigo, este manuscrito con detenimiento, y pregúntese siempre si en él se encuentran rastros de sufrimiento y de depresión. Yo no lo creo, y esta fe es ya un síntoma de que en estas ideas tienen que albergarse energías, no desmayos ni desalientos (...)”, le dice nuevamente Niezsche a su amigo Peter Gast a quien le ha enviado adelantos de “El caminante...”
El filósofo ha elegido hablar sin dolor en el momento en que todo se opone a ello. Ha decidido hablar de la esperanza, de cambio, del mundo, con ojos de viajero. Y, no obstante, lo hace como su cuerpo se lo permite, con brevedad y contundencia, como si cada párrafo fuese un disparo certero: “Hay individuos nefastos que, en vez de resolver un problema, los oscurecen a todos los que se ocupan de él, haciéndolo más difícil de resolver. Quien no sepa dar en el blanco, que se abstenga de tirar”. Nietzsche se intala nuevamente en el aforismo, ratificando que este es el mejor instrumento verbal que tiene para desarrollar su filosofía. Y es que el filósofo es incapaz de eleboraciones sistemáticas y vastas. Su oído atento y preciso, sólo le permite captar lo esencial y llevarlo al papel con la misma esencialidad.
Lo que Nietzsche hizo es un acto sobrenatural, que es la condición propia del ser humano, es decir, ubicarse por encima de la naturaleza para re-crearla, no para observarla simplemente en su acontecer sino para ser su acontecimiento. Y esto es ubicarse a años luz de la resignación inocente y sin salidas del hombre de las cavernas, para quien la enfermedad no tenía cabida en su mundo. Si aquel ser primitivo padecía de una enfermedad, al sentirse indefenso, se refugiaba en el fondo de una cueva y, por eso, es que en lo profundo de las cuevas se han hallado la mayor parte de los vestigios humanos.
El ser primitivo estaba solo, sin él. Nietzsche, en cambio, encontró la manera de estar consigo y acompañarse. Y por eso su sombra. “Quien lleva al papel lo que sufre es un autor triste; pero se convierte en un autor serio cuando nos dice que ha sufrido y por qué en el presente le consuela la alegría”, escribió porque aprendió a sentirse bien en el abismo de su mal.
(De "Contra Señas")
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