"He llegado hasta el poeta Charles Simic, autor de Hotel Insomnio, gracias a un artículo de Martín López-Vega en el que se decía que 'es muy posible que no haya en la poesía norteamericana de hoy, a excepción de John Ashbery (de quien no es exagerado decir que es a la poesía de la segunda mitad del siglo XX lo que Eliot fue a la primera), poeta más relevante que Charles Simic'.
Buscar libros de este autor, traducidos al español significa, en el momento de escribir esto, ir a la caza de sólo dos títulos: El mundo no se acaba, con traducción y prólogo de Mario Lucarda, y Desmontando el silencio, antología preparada por Jordi Doce. Simic nació en Belgrado en 1938 y vive desde el 49 en Estados Unidos. Es un yugoslavo de Chicago. 'Querido Friedrich, el mundo todavía es falso, cruel y bello...' Enlaza poesía con filosofía y maneja técnicas simbolistas y surrealistas en admirables poemas, donde se concilia tradición y vanguardismo. Un soberano equilibrio. Simic es un maestro cuando inserta en su poesía imágenes de raíz surrealista en el contexto de un poema realista y ofrece una versión de la realidad que, como escribe López-Vega 'podría comprarse con un tapiz de aire medieval hecho a medias por Joseph Cornel y El Bosco, tejido, eso sí, con hilo telefónico".
Simic (y esta es la parte interior del asunto)aparece casi siempre sonriendo o con una expresión irónica en las fotos, no obstante haber sufrido tanto durante la segunda guerra mundial y haber atravesado numerosas pruebas con su especial sensibilidad. Su sonrisa es la expresión de quien ha atravesado el infierno y permanece puro. Ha asimiliado lo terrible, pero ha logrado hacerlo bello, y más bello aún lo que ya es inmensamente hermoso. Simic, como Vila-Matas es un gran observador de las imágenes exteriores e interiores que lo rodean, y también de aquellas que permanecen en el centro (en el cielo de las ideas). El encuentro de Vila-Matas y Simic es un encuentro notable: un encuentro basado en la trascendencia de la mirada. La poesía, a fin y al cabo es una sola, ya sea de Vila-Matas en prosa o de Simic en verso. Ambos autores tocan espacios de iluminación, incluso -creo- al margen de sí mismos. Son mediums y espíritus del mundo invisible; son brujos y Ahahuasca, oraciones que regresan al mundo para pronunciarlo. Esto no es fácil verlo en la cotideaneidad, pero está allí, intermitente como un corazón que nos palpita o como un frío semáforo que, repentinamente, puede revelarnos nuestro auténtico destino.
POEMAS DE CHARLES SIMIC (**)
En la Biblioteca
Para Octavio
Hay un libro llamado
“Diccionario de Ángeles”.
Nadie lo ha abierto en cincuenta años,
lo sé, porque cuando lo abrí
sus tapas crujieron, las páginas
se derrumbaron. Allí descubrí
que los ángeles habían sido una vez tan numerosos
como especies de moscas.
El cielo al ocaso
Solía estar espeso de ellos.
Había que agitar las manos
para mantenerlos apartados.
Ahora el sol brilla
a través de las altas ventanaaas.
La biblioteca es un lugar apacible.
Ángeles y dioses se apilaban
en libros oscuros no abiertos.
El gran secreto está
en algún estante junto al cual la Srta. Jones
pasa todos los días en sus rondas.
Ella es muy alta, de modo que mantiene
su cabeza inclinada como si escuchara.
Los libros están susurrando.
Yo no oigo nada, pero ella sí.
(De “Gods and Devils”, 1990)
El significado
Oculto como aquel niño pequeño
que no pudieron encontrar
el día que jugaba a las escondidas
en un parque lleno de árboles muertos.
¡Nos damos por vencidos! Gritaron.
Estaba oscureciendo.
Tuvieron que llamar a su madre
para que le ordenara salir.
Primero ella lo amenazó,
luego tuvo miedo.
Al fin escucharon una ramita
Quebrarse tras sus espaldas,
¡y ahí estaba!
el enano de piedra, el ángel de la fuente.
Carta
Queridos filósofos: me pongo triste cuando pienso.
¿A vosotros os pasa lo mismo?
Justo cuando estoy a punto de hincar los dientes en el noumenon,
alguna novia antigua me viene a distraer.
“¡Ni siquiera está viva!” grito a los cielos.
La luz invernal me hizo tomar ese camino.
Vi lechos cubiertos con frazadas grises idénticas.
Vi hombres de mirada sombría sosteniendo mujeres desnudas
mientras las maguereaban con agua fría.
¿Era para calmarles los nervios o castigo?
Fui a visitar a mi amigo Bob quien me dijo:
“Alcanzamos lo real cuando vencimos la
seducción de las imágenes”.
Yo estaba dichoso, hasta que me di cuenta
de que tal abstinencia nunca sería posible para mí.
Me sorprendí mirando por la ventana.
El padre de Bob llevaba a su perro a pasear.
Se movía dolorosamente; el perro lo aguardaba.
No había nadie más en el parque,
sólo árboles desnudos con una infinidad de formas trágicas
que hacían más difíciles las cosas.
(De “Gods and Devils”, 1990)
Shelley
Para M. Follain
Poeta de las hojas muertas barridas como fantasmas,
llevadas como multitudes pestilentes, te leí por primera vez
una noche lluviosa en la Ciudad de Nueva York,
con mi atroz acento eslavo,
recitando los melifluos versos
de un volumen desgastado, muy manchado
que había comprado temprano ese día
en una librería de libros usados en la Cuarta Avenida
administrada por un iniciado de los maestros de lo oculto.
El poco dinero que tenía casi lo gasté todo,
caminé por las calles con mi nariz metida en el libro.
Me senté en una sucia cafetería
con las moscas del verano pasado sobre la mesa.
El dueño era un ex marino
al que le había salido una joroba en la espalda
mientras contemplaba la lluvia, la calle vacía.
Estaba contento de verme sentado y leyendo.
Me volvía a llenar la taza con un líquido oscuro como el río Estigia.
Shelley hablaba de un rey loco, ciego y moribundo;
de gobernantes que no veían, no sentían, ni sabían;
de tumbas de las que un glorioso Fantasma podía
irrumpir para iluminar nuestro día tempestuoso.
Yo también me sentía como un glorioso fantasma
yendo a cenar
en un restaurante chino que conocía muy bien.
Tenía un mozo con tres dedos
que me traía mi sopa y arroz todas las noches
sin decir siquiera una palabra.
Nunca vi a nadie más allí.
La cocina estaba separada por una cortina
de cuentas de vidrio que sonaba débilmente
cuando quiera que se abría la puerta de entrada.
La puerta de entrada se abrió aquella noche
para admitir una pálida muchachita con anteojos.
El poeta hablaba del universo eterno
de las cosas... de destellos de un mundo más remoto
que el alma visita en el sueño...
De un desierto poblado sólo por tormentas...
Las calles estaban salpicadas de paraguas rotos
que se veían como fúnebres cometas
que esa muchachita china podría haber fabricado.
Los bares de la calle MacDougal se estaban vaciando.
Había habido una pelea.
Un hombre se apoyaba en un poste de luz con los brazos extendisos
como si estuviera crucificado,
la lluvia lavaba la sangre de su cara.
En un callejón débilmente iluminado
donde la acera brillaba como un espejo de sala de baile
a la hora de cierre...
un hombre bien vestido sin zapatos
me pidió dinero.
Le brillaban los ojos, se veía triunfante
como un maestro de esgrima
que recién había dado una estocada mortal.
Cuán extraño era todo eso... los desechos del mundo
esa oscura noche de octubre...
El amarillento volumen de poesía
con sus Esplendores y Penumbras
que yo estudiaba a la luz de las vitrinas:
farmacias y barberías,
temeroso de mi pequeño cuarto sin ventanas
frío como una tumba de un emperador niño.
(De “Gods and Devils”, 1990)
El Tigre
En memoria de George Oppen
En San Francisco, ese invierno,
había una pequeña y oscura tienda
llena de Budas somnolientos.
La tarde que entré
nadie vino a saludarme.
Estaba parado entre los sabios
como si tratara de leer sus pensamientos.
Uno era enorme y hecho de piedra,
unos pocos eran del tamaño de la cabeza de un niño
y tenían manchas de color sangre seca.
Incluso había otros no más grandes que un ratón,
y parecían estar escuchando.
“Los vientos de marzo, vientos negros,
los arenosos vientos”, escribió el poeta muerto.
Al ocaso su calle estaba vacía
excepto por mi larga sombra
abierta ante mí como tijeras.
Su casa estaba donde yo conté la historia
del soldado ruso,
ése que parecía chino.
Yacía herido en la cama de mi padre,
y yo le llevaba agua y fósforos.
A cambio de eso me dio un pequeño tigre
de marfil. Su hocico estaba abierto de cólera,
pero no tenía rayas.
Hubo una noche en que yo pinté
sus ojos de negro, su lengua de rojo.
Mi madre sostenía la lámpara para mí,
preocupada por el tipo de suerte
que esta bestia podría traernos.
El tigre en mi mano rugió suavemente
cuando estábamos solos en la oscuridad,
pero cuando puse mi oreja en la puerta del poeta
esa tarde, no escuché nada.
“Los vientos de marzo, vientos negros,
los vientos arenosos”, escribió una vez.
(De “Hotel Insomnia”, 1992)
VIDEO DE SIMIC
(*) "Dietario voluble", Enrique Vila-Matas, Anagrama (Narrativas hispánicas, setiembre 2008.
(**) El Autor de la Semana - © 1996-2001 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile. Selección y edición de textos Oscar E. Aguilera F. oaguiler@uchile.cl. Traducción Oscar E. Aguilera F. © 2001.
Versión completa de “El autor de la semana”.
Un artículo sobre Simic.
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