viernes, 6 de febrero de 2009

Contando a Cortázar



RETRATO: Entrevista imaginaria


Veinticinco años después de su muerte, la editorial alfaguara lanzará en mayo próximo “Papeles inesperados”, un libro que contiene 500 páginas inéditas del notable escritor argentino. Estos textos fueron hallados por su viuda, Aurora Bernárdez, en una cómoda de la vieja casa del autor de “Rayuela”. Motivo para rendirle este pequeño homenaje.





-Hace rato lo espera –dijo el mozo del Berisso, uno de los pocos cafés de Lima en el que aún se puede conversar largamente, sin las mezquindades propias del transcurso del tiempo. Luego, señaló una de las mesas.

-Julio Cortázar –me acerqué

Me extendió una mano enorme y venosa, en cuyo tamaño la mía casi se perdió. Recién en ese momento comprendí por qué razón no había podido verlo antes. Estaba en todas partes y por eso mismo parecía no estar en ninguna. También me dí cuenta de que no estábamos precisamente en el Berisso, y que el mozo no era el mozo sino el propio Cortázar señalándose a sí mismo. Miré su rostro, entre el sueño y la lucidez, el niño y el adulto, el juego y la seriedad.

Pidió una botella de agua mineral, y yo una taza de café. Nos sentamos en silencio, como quien de pronto se detiene a esperar la llegada de las palabras. Sus palabras llegaron.

-He venido sólo un rato –dijo- y lamentablemente no hay mucho tiempo para hablar. Y después de una pausa agregó:

-Pero sé que, curiosamente, las verdades más vividas, las revelaciones más auténticas, han sido casi siempre expresadas en simples aserciones o imágenes de una relampagueante brevedad. Si los rayos durarán media hora...

Le dije entonces que sería breve, y que más que un diálogo académico, lo que quería era saber cuál era era su concepción del trabajo literario. Comencé por preguntarle por Rayuela. Cerró un momento los ojos como recorriendo el interior de su historia, los abrió nuevamente y creí ver en él a otra persona más joven.

-Bueno, mi libro ha tenido una gran repercusión, sobre todo entre los jóvenes, porque se han dado cuenta que en él se los invita a acabar con las tradiciones literarias sudamericanas que, incluso en sus formas más vanguardistas, han respondido siempre a nuestros complejos de inferioridad. Esa inferioridad que hemos tolerado estúpidamente tanto tiempo, y de la que saldremos como salen todos los pueblos cuando les llega su hora.

-Pero tú muestras al parecer una gran preocupación por Latinoamérica, y sin embargo has vivido más treinta años en Francia -le dije.

-Es cierto. A veces me he preguntado qué hubiera sido de mi obra de haberme quedado en la Argentina: sé que hubiera seguido escribiendo, porque no sirvo para otra cosa. Pero a juzgar por lo que llevaba hecho hasta el momento de marcharme de mi país, me inclino a suponer que habría seguido por la concurrida vía del escapismo intelectual. De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad.

-Entonces eres un escritor comprometido –dije-

Cortázar río un instante.

-Compromiso... esa palabra inevitable. Uno siempre está comprometido con alguien. Aunque sea con uno mismo.

Luego, como quien nunca se aprovecha de la debilidad del derrotado, regresó a una aparente formalidad.

-Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías. La repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea. Y sin embargo hoy sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro.

-Sí, en verdad eres un hombre esperanzado y optimista –afirmé.

-No me creas demasiado optimista –replicó, con los ojos inmensamente abiertos-.

Dicho esto, se embarcó en una extraña emoción, sólo entendible a través de su rostro. Sus ojos parecían abarcar el tiempo desde sus más antiguas raíces.

-El proceso duele. Y a veces, hay ciertas imposibilidades difíciles de desterrar. Te confieso algo: no sé escribir cuando algo me duele tanto. No soy, no seré nunca el escritor profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperadamente.

-Pero eres un escritor terco –afirmé-, terco a pesar de que muchos te han condenado por tu posición ideológica, y algunos, como Borges en un momento, declararon que por eso no podían ser tus amigos.

-Mira –dijo con cierta nostalgía- aunque Borges estaba más ciego ante la realidad del mundo, yo seguí teniendo a distancia esa relación amistosa que consuela de tantas tristezas. Me temo que esa posición no sería entendida por los que pretenden que el escritor sea como un ladrillo, con todas las aristas a la vista, el paralelepípedo macizo que sólo puede ajustarse a otro paralelepípedo. No sirvo para hacer paredes, me gusta más echarlas abajo.

-Pero, te repito, muchos te han condenado, muchos te odian –insistí.

Cortázar, que para entonces había crecido aún más y estaba más joven que nunca, levantó una de sus enormes manos, me palmeó la espalda y terminó diciendo:

-El odio, amigo mío, digan lo que digan, no engendra talento.

Y ya no lo ví después. Me descubrí solo, en el Berisso, hojeando Rayuela y unas cartas escritas por Cortázar a Roberto Fernández Retamar, entre 1964 y 1981. Y me pregunté insistentemente si aquello que dijeron de su muerte era verdad, porque, por lo visto, no estaría muerto nunca. Y salí de mis dudas cuando el mozo –el verdadero mozo- a quién llamé con voz aún confusa para preguntar cuánto debía, me mostró entusiasta un libro autografiado por Cortázar. Y me dijo, sonriente y cómplice, que este antes de irse había cancelado la cuenta.

("De "Contra Señas")

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