Se llama Ted Hughes, pero quienes lo han leído lo conocen como el Hombre Cuervo. La vida hizo de él un icono; la poesía, un monstruo. Y, entre ambas, forjaron el mito.
Si busca usted en un diccionario de sinónimos, encontrará “Ted Hughes” junto a “destrucción” e “insidia”. Viudo negro de Sylvia Plath, Hughes (Yorkshire, 1930-1998) borró de la obra póstuma de la poeta cualquier rastro de acusación que pudiera culparlo del suicidio de su mujer. Desgraciadamente, también la amante de Hughes, Assia Wevill, decidió meter la cabeza en el horno y encender el gas, no sin antes haber matado a la hija de ambos. Demasiada coincidencia. O al menos eso clama el feminismo teórico-crítico, que ha erigido a Hughes en paradigma del Ángel Negro contra la Diosa Blanca.
Al margen de controversias, de una cosa tenemos certeza absoluta: Hughes es poderoso. De su potente energía se alimenta Gaudete (1977), uno de los textos poéticos más ambiciosos de la literatura europea y posiblemente la estructura narrativa menos permeable desde el Ulises de Joyce. Entre el Saturno de Goya y el Inocencio X de Bacon, Gaudete (Lumen, 2010) sigue el método de la deformación plástica como expresión del error moral, sólo que a este mecanismo Hughes añade su bestiario. Para el poeta, los seres humanos somos los únicos animales capaces de persuadirse a sí mismos de que no lo son. Pero lo somos. Existe entre nosotros y ellos una paridad que sólo a duras penas logramos disimular, gracias a curiosas costumbres como no ir desnudos o escribir poesía. Sin embargo, de Maud se dice que “parece tener cabeza de zorro,/ la piel larga y raída de un zorro gigante le cuelga de los hombros, la cola y las patas traseras sueltas bajo sus nalgas./ Las patas delanteras anudadas a su garganta, la cabeza sobre su cabeza”. La simbiosis entre mujer y bestia es una anomalía, pero nos resulta extrañamente familiar. Es una manifestación del mal que somos. Extraído de los Collected Poems (2003) pero sin Gaudete, El azor en el páramo es Hughes en estado puro: Cuervo. El ave no es aquí metáfora ni símbolo de nada: es sólo un pájaro negro que a los humanos nos parece especialmente ominoso. Nos apartamos de él no porque sea carroñero como el buitre, sino porque nos recuerda a nosotros mismos: “Vio los astros lejanos, humeando en lo oscuro, setas del bosque de la nada, condensando sus esporas, el virus de Dios./ Y el horror de la Creación lo estremeció”.
Intermediario entre Dios y el hombre, Cuervo se escribe con mayúscula, tiene vida y personalidad propias. Entre los tres establecen una alianza de codependencia y odio, una trinidad que explica todos los misterios por el procedimiento de negarlos: “Cuando Dios, asqueado del hombre,/ Se volvió cara al cielo,/ Y el hombre, asqueado de Dios,/ Se volvió cara a Eva,/ Todo pareció desmoronarse./ Pero Cuervo Cuervo/ Cuervo los juntó clavándolos,/ Juntó el cielo y la tierra clavándolos / Y entonces el hombre gritó, pero con la voz de Dios./Y Dios sangró, pero la sangre del hombre.
[…]/Cuervo/Sonrió burlonamente/Gritando: Ésta es mi Creación,/Enarbolando la bandera negra de sí mismo”. La poesía de Hughes consiste en una idea: el hombre no es la mascota de Dios. Ahora se trata de averiguar si eso es bueno o malo.
Hughes no juega a nada, no es un impostor. No hace de poeta: lo es. Como el Satán de Milton, el Hombre Cuervo proyecta su sombra sobre occidente, educándonos en una poesía pura, rota, donde desembocan tradiciones milenarias, paraísos artificiales, el producto de la inteligencia humana desde su creación hasta su apocalipsis. De la Albión más pérfida nos llega Ted Hughes, discípulo aventajado de la escuela satánica de Byron: sobrevivimos porque somos lo que somos. Byron lo llamó Lucifer. Hughes lo llama Cuervo. ¿Y usted?
Si busca usted en un diccionario de sinónimos, encontrará “Ted Hughes” junto a “destrucción” e “insidia”. Viudo negro de Sylvia Plath, Hughes (Yorkshire, 1930-1998) borró de la obra póstuma de la poeta cualquier rastro de acusación que pudiera culparlo del suicidio de su mujer. Desgraciadamente, también la amante de Hughes, Assia Wevill, decidió meter la cabeza en el horno y encender el gas, no sin antes haber matado a la hija de ambos. Demasiada coincidencia. O al menos eso clama el feminismo teórico-crítico, que ha erigido a Hughes en paradigma del Ángel Negro contra la Diosa Blanca.
Al margen de controversias, de una cosa tenemos certeza absoluta: Hughes es poderoso. De su potente energía se alimenta Gaudete (1977), uno de los textos poéticos más ambiciosos de la literatura europea y posiblemente la estructura narrativa menos permeable desde el Ulises de Joyce. Entre el Saturno de Goya y el Inocencio X de Bacon, Gaudete (Lumen, 2010) sigue el método de la deformación plástica como expresión del error moral, sólo que a este mecanismo Hughes añade su bestiario. Para el poeta, los seres humanos somos los únicos animales capaces de persuadirse a sí mismos de que no lo son. Pero lo somos. Existe entre nosotros y ellos una paridad que sólo a duras penas logramos disimular, gracias a curiosas costumbres como no ir desnudos o escribir poesía. Sin embargo, de Maud se dice que “parece tener cabeza de zorro,/ la piel larga y raída de un zorro gigante le cuelga de los hombros, la cola y las patas traseras sueltas bajo sus nalgas./ Las patas delanteras anudadas a su garganta, la cabeza sobre su cabeza”. La simbiosis entre mujer y bestia es una anomalía, pero nos resulta extrañamente familiar. Es una manifestación del mal que somos. Extraído de los Collected Poems (2003) pero sin Gaudete, El azor en el páramo es Hughes en estado puro: Cuervo. El ave no es aquí metáfora ni símbolo de nada: es sólo un pájaro negro que a los humanos nos parece especialmente ominoso. Nos apartamos de él no porque sea carroñero como el buitre, sino porque nos recuerda a nosotros mismos: “Vio los astros lejanos, humeando en lo oscuro, setas del bosque de la nada, condensando sus esporas, el virus de Dios./ Y el horror de la Creación lo estremeció”.
Intermediario entre Dios y el hombre, Cuervo se escribe con mayúscula, tiene vida y personalidad propias. Entre los tres establecen una alianza de codependencia y odio, una trinidad que explica todos los misterios por el procedimiento de negarlos: “Cuando Dios, asqueado del hombre,/ Se volvió cara al cielo,/ Y el hombre, asqueado de Dios,/ Se volvió cara a Eva,/ Todo pareció desmoronarse./ Pero Cuervo Cuervo/ Cuervo los juntó clavándolos,/ Juntó el cielo y la tierra clavándolos / Y entonces el hombre gritó, pero con la voz de Dios./Y Dios sangró, pero la sangre del hombre.
[…]/Cuervo/Sonrió burlonamente/Gritando: Ésta es mi Creación,/Enarbolando la bandera negra de sí mismo”. La poesía de Hughes consiste en una idea: el hombre no es la mascota de Dios. Ahora se trata de averiguar si eso es bueno o malo.
Hughes no juega a nada, no es un impostor. No hace de poeta: lo es. Como el Satán de Milton, el Hombre Cuervo proyecta su sombra sobre occidente, educándonos en una poesía pura, rota, donde desembocan tradiciones milenarias, paraísos artificiales, el producto de la inteligencia humana desde su creación hasta su apocalipsis. De la Albión más pérfida nos llega Ted Hughes, discípulo aventajado de la escuela satánica de Byron: sobrevivimos porque somos lo que somos. Byron lo llamó Lucifer. Hughes lo llama Cuervo. ¿Y usted?
LAS IGLESIAS SE DERRUMBAN
Las iglesias se derrumban
como los templos que las antecedieron.
Las resonancias del culto
parecen ayudar
a derribar tales edificaciones.
En todo ese tiempo
el río
ha ahondado su mancha
ha sido su propia purificación
entre tus pechos
entre tus muslos
Las iglesias se derrumban
como los templos que las antecedieron.
Las resonancias del culto
parecen ayudar
a derribar tales edificaciones.
En todo ese tiempo
el río
ha ahondado su mancha
ha sido su propia purificación
entre tus pechos
entre tus muslos
Literatura. Poesía. Ted Hughes. El Azor en el páramo. Xoán Abeleira.
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